martes, 26 de junio de 2007

Dilemas físicos

En uno de mis habituales paseos de lectura me topé con este post de Bestiaria. Luego de leerlo quedó rondando en mi cabeza una frase a primera vista anodina, pero que resultó no ser tal: "Licuan las clases sociales".

En rigor y en honor a la sinceridad debería formularla tal cual se apareció en mi mente luego de leer la explicación que en el artículo en cuestión sigue a tal título. De acuerdo con los caminos claramente trazados por mi personalidad las palabras vieron la luz en la forma de una pregunta: ¿Las clases sociales se licuan?

Sin querer, ni anhelar, entrar en los vericuetos sociológicos de las posibles respuestas, y huyendo a conciencia de una confrontación marxista, me di al juego de tratar de resolver lo que decidí considerar un enigma físico: Suponiendo que, tal como lo plantea Bestiaria, las clases sociales se licuaran para favorecer la amorosa existencia del feliz matrimonio, ¿cuál de las clases ejerce su poder de atracción?, ¿cuál termina predominando y absorbiendo a la otra?

Dado que no estoy en posición de afirmar que existan -o no- estudios serios al respecto, y que la pereza o la dejadez intelectual tampoco me han impelido a buscarlos, doy por sentado que toda especulación quedará en el campo de las hipótesis.

De plano descarto, por causas varias, la posibilidad de la no absorción, a la que como mucho me permitiría considerarla como una excepción que confirma la regla. No creo posible vivir armónicamente la vida matrimonial oscilando pendularmente entre los extremos, a menos que la esquizofrenia opere milagros.

Bestiaria parece haber encontrado la solución al afirmar que uno de los secretos del éxito reside en la negación de las familias de uno de los integrantes (o por caso las dos), pero al olvidar mencionar la negación del círculo de amistades, sin olvidar el profesional, le idea de la no absorción pierde fuerza.

En consecuencia, el dilema de la clase atractora es aún más intrigante.

Naturalmente me inclinaría a pensar que la solución sería siempre el englobamiento del inferior por el superior. Aunque suene snob nadie puede negar que existe una conciencia social o imaginario colectivo que representa al conjunto de las clases como una escala descendente que va de las consideradas "altas" a las "bajas". Sin embargo, la historia me da muestras de que pueden contarse demasiadas excepciones para sostener este planteo como regla.

La opción contraria, por otro lado, tampoco halla una respuesta única.

Al fin y al cabo, para mi asombro, sólo puedo arribar a la inexorablemente cursi, engolosinada, empalagosa y, tal vez, obvia respuesta de que el amor decide los caminos a seguir para cada caso particular.

A pesar de ello, mi inherente espíritu de rebeldía me obliga a exhortar al debate sobre tan trascendente cuestión. Quizá la visión de los otros no sea tan tuerta como la mía.

martes, 5 de junio de 2007

Visiones del ser argentino

Esta nueva sección es un desprendimiento natural de las "citas re-flexionadas" con la única diferencia de que, para consuelo de todos, no añade nada a las palabras que el autor pone en boca de sus personajes.
Cada quien sabrá qué pensar a través de esta lectura.
Del fragmento que sigue, destaco su actualidad a pesar de la fecha en la que fue dado a luz.

Pericard chupó reciamente su pipa, la compuso sacudiéndola contra la palma de la mano izquierda y continuó, en un tono protector, que velaba su imapaciencia:
-Cada país, que no sea una tribu del centro de África, tiene una constitución. Pero, dentro de esa constitución, que es un lineamiento elástico, una regla estructural de procedimientos, se puede ser conservador, reformador, radical, reaccionario, clerical, anticlerical, proteccionista, librecambista, imperialista, antimilitarista, defensor vehemente de capital, vehemente partidario de los sindicatos gremiales. Deseo saber cuál de estos matices corresponde al doctor Pardeche y de qué modo preciso lo funda en escritos, proyectos o discursos.
El Padre Gasparoni tosió irónicamente, encogió la sotana con su diestra velluda y empezó:
-Tiene razón , señor Pericard. Mas, tiene razón en Francia. Aquí, en la Argentina, en América, no necesitamos ideas, porque el pueblo no se guía por convicciones ideológicas. La producción del país es simple y se reduce a la riqueza espontánea que nos dan los campos de Dios. Exportamos trigo, maíz, lino, carne, lana. Nuestra existencia colectiva no se complica con la oposición de intereses hostiles y exclusivos, con el proceso de industrias variadas, con cuestiones morales que perciben las familias, de cohesión antigua, de conciencia celosa y sutil. Lo que en aquellos países hace el gobierno de los hombres experimentados y diestros, lo realiza entre nosotros la Providencia Divina.
Pericard, perplejo, acució:
-¿Dijo usted, abate?...
-La Divina Providencia. Mientras llueva a tiempo, el trigo, el maíz y el lino crezcan con lozanía, y mientras los toros y las vacas no se conviertan a la toería maltusiana, la Nación florecerá en el progreso que trae la abundancia del dinero y la facilidad de adquirirlo. Esa facilidad alucina a los inmigrantes que afluyen a nuestro territorio en procura del bienestar o impulsados por la ilusión de la fortuna. En semejantes circunstancias es deseable un gobierno tranquilo, modesto, presentable, que no sueñe, que no obstruya, con lo que usted llama las ideas, la marcha natural del país. Las ideas engendran la divergencia, las reyertas, los cismas, el descontento, el reprensible orgullo. Me doy cuenta, no obstante lo que le digo, de que es indispensable dar la impresión del gobierno. Conocí, cuando era maestro de Lógica en el Seminario Conciliar, a un sacerdote tartarmudo, que confundía sistemáticamente las oraciones. En vez de rezar el responso, ante el muerto, murmuraba el Magníficat. Al celebrar la misa, en la parroquial de Villa Devoto, que regenteaba con unánime consideración de los feligreses, movía rápidamente sus labios trabajosos, sin decir nada, sin escandir las sílabas de las bellas palabras latinas. Los creyentes no lo advertían. Admiraban al Padre Cebrian la actitud estilizada, la estética multisecular, la conturbación mística del oficiante convencional, ungido por los cánones, revestido de alba y amito. Entre nosotros, monsieur, gobernar es dar la impresión de la actitud exterior del gobernante. En Europa, el Gobierno tiene que satisfacer clases sociales, masas homogéneas, muchedumbres exigentes e ilustradas en lo que exigen. Entre nosotros hay que satisfacer instituciones e individuos.
El Padre Gasparoni añadió:
-Sí; en América el gobernante satisface instituciones; por ejemplo: ha de contentar al Ejército, a la Marina, al Clero, a la Magistratura; a los individuos, verbigracia, a ciertos hombres de apellidos tradicionales, a los que pueden, por su inteligencia o su posición, molestarlo con críticas perjudiciales. El arte radica en prometer algo a todos, en elegir a los individuos destinados al beneficio oficial. Manejar la promesa, administrar la esperanza, mantener divididos los núcleos de opinión para ser su único punto e coincidencia, es la sabiduría del gran político, la técnica del caudillo, la maestría del conductor americano de hombres. El hombre de Estado especula sobre las cualidades de los demás, es un promedio de sus pensamientos, de su sentir desinterasado. Es aplicador y previsor. El caudillo especula sobre los defectos de los otros, sobre sus deseos mezquinos, sobre sus pequeñeces. Es muy difícil ser buen caudillo. Es el oficio del rastreador, la profesión del baqueano.
-El rastreador, a juzgar por lo que me explicaron -rectificó Pericard-, husmea el aire, ventea el suelo y dice lo que ha descubierto: por aquí pasó un convoy de carros, de tropas, de mulas.
El cura de San Nicolás nos interpretó:
-El caudillo hábil es un rastreador que no comunica sus observaciones a los que le acompañan. Por eso no decepciona a ninguno. Opinar, que es una vocación de estadista, es alejar simpatías. Juzgar ideas y hombres es estar en desacuerdo con hombres y con ideas. Es una enfermedad de la civilización. Es la enfermedad de pensar.
-Es tener carácter.
-El carácter es también una enfermedad.

(Alberto Gerchunoff, El hombre importante, Capítulo V, Ediciones de la Sociedad Amigos del Libro Rioplatense, Vol. 11, Buenos Aires / Montevideo, 1934)