lunes, 26 de noviembre de 2007

Infiernos literarios

La literatura universal está colmada de exuberancias, exageraciones, hipérboles de la vida. Uno de los costados más interesantes de esta colección es aquel que da cuenta de los castigos (divinos o humanos) como forma primordial de reparación del equilibrio de la Justicia.

Dando rienda suelta a mi faceta sádica, tal vez por temor o quizá como medio de exorcizar los acontecimientos, inauguraré formalmente una nueva sección que estará consagrada a recopilar los tormentos, castigos y penas que nos obsequian los libros.

La utilidad de esta empresa es incierta; puede que haya quienes encuentren en ella un gran depósito de ideas para sus maldiciones o quienes aprecien la siempre presente cuota de ironía disfrazada bajo el manto del talión.

Una cosa es segura: no es una reivindicación fatalista de la justicia ni, menos aún, una exhortación a creer en el equilibrio cósmico. De darse ambas cosas serían producto de la mera casualidad... suponiendo, claro, que una cosa tal como la casualidad exista.

Sin más, entonces, he aquí la primera entrega:

"Anastasio, soy de tu misma tierra y eras muy niño aun cuando yo, a quien llamaron Mícer Guido de los Anastegui, estaba más locamente enamorado de esta mujer de lo que tú puedas estarlo de la de los Traversari; su orgullo y crueldad llevaron tan lejos mi desventura, que un día me dí muerte con este estoque que ves en mi mano, y ahora estoy desesperado, condenado a las penas eternas. Poco tiempo después de mi muerte, de lo que esta mujer se alegró no poco, expiró también; y por su pecaminosa crueldad y la alegría con que correspondió a mis tormentos, fue igualmente condenada al infierno. Cuando llegó a los avernos, a ambos se nos impuso esta pena: a ella huir ante mí; y a mí, que tanto la amé en vida, perseguirla no como amante, sino como mortal enemigo; y cuantas veces la alcanzo, otras tantas veces la mato con este estoque con que me dí muerte, le arranco el corazón, ese corazón duro y orgulloso que nunca amó ni sintió piedad y lo echo a los perros, como tú mismo verás. Poco tiempo después, según quiera la Divina Justicia, esta mujer resucita, prosigue su dolorosa fuga, persiguiéndola de nuevo los perros y yo; cada viernes a esta hora, la alcanzo aquí y, como verás, la destrozo. No creas que los demás días descansamos, pues la acoso en otros lugares donde ella pensó y obró cruelmente contra mí. Y habiéndome convertido de amante suyo en verdugo, he de perseguirla de esta manera durante tantos años como meses duró su crueldad. Déjame, pues, ejecutar los designios de la Divina Justicia; no quieras oponerte a los que no podrías evitar." (G. Boccaccio, Decamerón, Jornada quinta, cuento octavo).

Nota: Si tuviera que ilustrar esta sección definitivamente pondría una imagen de "El jardín de las delicias" de El Bosco.
Nota 2: Toda colaboración será bienvenida.